jueves, 8 de diciembre de 2016

El hombre que juega en secreto. Parte 1.

Tomás es como todos lo franceses: tiene la cara larga, la piel quemada por el sol y unos ojos azules profundos. Fuma mucho y habla poco. Su padre Jean, piloto de aviones de combate de la fuerza aérea francesa, fue trasladado a principio de los años 60 a Guyana francesa para trabajar en los equipos de alerta temprana del puerto espacial de Kourou, donde la guerra fría y la amenaza constante de los comunistas traían noticia frescas todos los días de peligros que nunca existieron. Su madre Pilar, era la voz y cara principal de una banda colombiana de música melódica que había empezado una gira por sudamérica, gira que terminó abruptamente la noche en que Pilar cantó en el bar que Jean estaba tomando un escocés luego del primer mes de adaptación. Tomás nació unos años después, creció entre trajes militares, canciones de Edit Piaf y libros de Borges.
El pequeño Tomás creció muy rápido. En el servicio secreto francés había muchísimo trabajo para alguien que también hablaba portugués, español e inglés en un continente como latinoamérica, donde la ideología socialista penetraba día a día la idea de que todo el mundo era igual. A los dieciocho años, luego del servicio militar obligatorio, hizo el curso avanzado de combate en los cuarteles de la Legión extranjera, tarea que no fue fácil pues según lo que se escuchó a partir del hermano de un amigo de una de sus amantes, le habrían arrancado todos los dientes con una pinza de herrero cuando le estaban probando su resistencia a la tortura.

A los veintiuno se fue a vivir a Buenos Aires, en medio de la vuelta de la democracia de Argentina, donde los servicios secretos occidentales necesitaban ojos y oídos locales. Tomás adoptó el nombre de Ramón Courtois, empresario francés. Su misión oficial era la de cuidar los intereses de las recién llegadas empresas de capitales franceses a la Argentina.

En su vida nunca sucedió nada emocionante. Nunca corrió atrás de un terrorista. Aunque siempre llevaba consigo una Beretta 9 mm bajo el brazo derecho en un estuche de cuero marrón, jamás tuvo ocasión de utilizarla. Su vida era un chiste de la ironía. Si hay algo que no le puede suceder a uno de los espías mejores preparados en una de las zonas más candentes del continente, eso es llegar tarde. El Che Guevara ya estaba muerto hacía quince años. Los montoneros estaban diezmados. Las empresas francesas entraron a la Argentina por la alfombra roja, sin problemas y sin necesidad de sus servicios de inteligencia. Una noche húmeda de invierno, justo unos meses antes de que se termine el año 1989, en un bar de Buenos Aires, mientras escuchaba de fondo un tango apagado por las voces de los porteños borrachos, se dio cuenta que su vida había consistido en esperar. Esperar algo, esperar cuándo, esperar dónde, esperar cómo. Descubrió que el se había preparado para un mundo que dejó de existir en el mismo momento que él empezaba a estar listo para vivirlo. Descubrió que nunca tuvo tiempo de enamorarse, de bailar suavemente bajo luces de colores atrapado por el perfume de una mujer mientras sus manos la ataban a su vida. Descubrió que jamás se tomó vacaciones. Mientras más pensaba en quien era, más fácilmente se daba cuenta que no era nadie. Descubrió que su madre nunca lo esperó de noche tras salir sin decir a dónde cuando era adolescente, y cuando no pudo encontrar en su memoria perfecta recuerdos de haber jugado de niño, lloró.

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