martes, 23 de mayo de 2017

los patos salvajes y los gansos migratorios

Bueno, me fui. Pasé exactamente diecinueve meses de mi vida en Bochum. ¿Voy a extrañar? Sí que sí. ¿Voy a volver? no lo sé, tal vez a visitar a unos amigos. Lo que sí sé es que es y fue una de esas cosas que te sucede en la vida que no esperas nunca que te pase. A mi hermano le decía: "mi vida es fantástica o es un desatre total, aún no lo decido". Cuento un poco mi viaje, no tanto para expiar intimidades, sino para leer esto en un par de años y recordar sonriente cosas que se me olvidarán. En una de esas me sale una crónica. 


30 de Abril. Sábado. Vuelo de Bochum a Barcelona. 


Tengo que tomar el avión desde Alemania (Dusseldorf) hasta España (Barcelona). Mi equipaje está formado por tres unidades: la mochila de campamento verde grande que me llevé a todos lados desde hace diez años, la pequeña donde transporto la laptop y la cámara y una caja de casi dos metros donde he metido la bicicleta (gracias Julian): es que deseo hacer un viaje en bici desde Barcelona hasta Ulldecona (googlealo, no seas vago). Dos horas de vuelo, llego a Barcelona y dos cosas me impactan, primero, el calor del sol y segundo, el olor a aceite de oliva en las calles. Me doy cuenta que voy a pasar unos lindos meses aquí. Me encuentro con Constanza, mi amiga argentina que me recibe por unos días. Es lindo encontrarse con alguien de tu país, es que puedes hablar en tu propio idioma así como se te viene a la mente sin tener que pensar si el que te escucha te está entendiendo o no. Constanza, si estás leyendo esto, muchas gracias. Barcelona es bonito, pero raro. Es una ciudad con esa mezcla de todo: españoles, catalanes (no son la misma cosa), turistas holandeses y alemanes, latinos (de todos los colores y sabores) negros, árabes, chinos, africanos, japoneses e inclusive marcianos. En Barcelona hay de todo. La gente viste de colores, el clima es cálido pero suave, los techos de las casas son colorados y la ciudad tiene un aroma a aceite de oliva que ya he mencionado. Es una ciudad con playa, con lo que eso significa. Vendedores, policías, turistas y ladrones se pelean por conseguir un lugar donde descansar. La arena es limpia y el agua fría. Paseando con Constanza vimos una mujer muy elegante que aunque posaba con el Mediterráneo de fondo para otra mujer (quien suponemos era su madre), yo sentía que estaba posando para mí. 

Mujer coqueta posando con el Mediterraneo de fondo. Barcelona.

2 de Mayo. Aprender a dejar. 

Salgo. Armo la bicicleta con todo lo que puedo cargar en ella, pero caigo en la cuenta que he cometido un error garrafal: mi bicicleta es tan pero tan pesada que ni siquiera me puedo montar en ella. Todo debe pesar más de cuarenta quilos con un volumen tal que el centro de gravedad se encuentra alto y muy atrás. Hace willy sola. Aunque no se podía levantar ni maniobrar me las arreglo para subirme a ella y salir. Ese día tenía que hacer sesenta kilómetros hasta el próximo pueblo, Vilanova, pero en el momento en que inicio la pedaleada me doy cuenta de dos cosas: primero, con el equipaje que llevo no voy a llegar a ningún lado. Segundo, no sé cómo usar el GPS. Lo del GPS se solucionó más o menos fácil: me quedé dando vueltas por Barcelona hasta que me di cuenta de cómo seguir el camino que el aparatito me señalaba. Lo otro era más complejo. Si voy muy pesado, ¿Qué tengo que dejar? ¿Dónde lo dejo? Mierda, eso fue difícil. Hice casi dos kilómetros hasta que me dí cuenta: "Tengo que dejar la mochila". Estoy llevando una mochila que me sirve para llevar nada. Con ella he viajado a todos los países que alguna vez he conocido: Argentina, Chile, Colombia y a todos estos paisitos de Europa en los que he estado últimamente: Holanda, Alemania, España, Portugal, Francia, Bélgica. No, no puedo dejarla, significa mucho para mí. Dejar cosas me está costando muchísimo: cuando estaba en Bochum he tenido que decidir con qué me quedo, qué regalo y que tiro a la mierda y todo ese proceso me hizo llegar a la conclusión de que me cuesta desprenderme de las cosas porque las cosas mismas me ayudan a recordar momentos de mi vida. Y tengo pánico a olvidar (pero pánico). En Barcelona estuve hablando con Constanza sobre este asunto y entre otras cosas me dijo algo que hace mucho no escuchaba, eso de que uno debe aprender a dejar. A veces escuchar lo más sencillo te ayuda a darte cuenta lo simple que es todo y que si al final nos olvidamos de cosas tampoco es tan malo. Tanto recordar como olvidar son parte de esos procesos que hace nuestro espíritu en esos caminos que recorre la vida.

Pisando el piso de nuevo, mientras voy andando en la bici imposible de maniobrar concluyo que, si no dejo algo, no voy a poder avanzar ni un metro más; la bicicleta se me va a romper y el viaje se hará pesadísimo, por lo que estoy en una encrucijada. O dejo algo o me quedo aquí mismo trabado para siempre. Listo, dejo la mochila y yo sigo mi viaje. Adiós a mi mochila Montagne Impala de 80 litros que compré aquella vez que fui a Buenos Aires en el 2008. Ya fue. En una plaza cuyo nombre nunca supe, desmonté todo lo que tenía, adentro de la mochila metí la bolsa de dormir gigante que tampoco me servía de mucho y simplemente abandoné lo que no podía llevar. Debo decir que el viaje a partir de ese momento fue diferente, no porque iba más cómodo, sino porque tenía ese sentimiento de que había aprendido algo. Aprendí a dejar. 

Mi pobre mochila mirando tristemente mi bicicleta a punto de partir. Barcelona.

El viaje fue largo, mitad en camino de ripio y la otra mitad en ruta de montaña con vehículos a motor. Muy estresante, pero llegué bien. No tengo muchas ganas de escribir sobre esto, pero me gustaría comentar algunas cosillas, como por ejemplo que andar en bicicleta subiendo y bajando montañas con el Mediterráneo a tu lado es una experiencia inexplicable. Soy de Tucumán, por lo que no tengo ni idea de lo que es el mar y la playa y todas esas cosas, pero por favor, amigo lector, haga el esfuerzo de imaginarse ese olor a agua salada que siempre me sorprende cerca de las costas marinas, el brillo del sol en la piedra dura y el viento que lleva y trae aromas de hierbas desde distancias desconocidas.

El pueblo al que llegué es Vilanova. Allí me recibió Paula, quien me había ofrecido hospedaje vía Couchserfing. Mis condolencias a ella y su familia por haberme recibido con el olor de todo el día después de semejante viaje. Pobres. Mañana será otro día.

3 de Mayo. Relajadísimo.

El segundo trayecto estaba planificado para que sea el más breve, 52 kilómetros sin rutas peligrosas ni montañas que subir y bajar. Salí medio tarde, a eso de las 10 de la mañana, luego del excelentísimo desayuno que me ofrecieron en la casa de Paula. El viaje fue precioso, los primeros diez kilómetros los hice bordeando una playa de arena a unos metros del Mediterráneo. No, no quiero andar presumiendo de “la hermosa vida que tengo” pero es que a mí el mar me deja ciego como un bichito que no deja de chocar incansablemente contra una bombilla eléctrica. Cuando terminaron esos kilómetros y me tenía que desviar tierra adentro decidí hacer una siestita para celebrar el momento. De tiempo venía recontra bien y la verdad es que recargar las pilas del alma no me vendría nada mal. Estoy orgulloso de esa hora que pasé allí. No creo que me vayan a leer, pero estoy seguro que si lo hacen, mis amigos Pablo Chimirri y Pocho se morirían de la envidia. Envidien, giles.

No voy en tren ni voy en avión. Voy en bicicleta. Masia Blanca.



Detrás del manillar. Masia Blanca. 

El resto del viaje fue raro: fue muy rápido. Puse algo de música en el MP3 y simplemente pedaleé (lo googleé y está bien escrito) y al cabo de un par de horas llegué a destino. Sí, he visto ciudades y paisajes hermosos, pero estuve más concentrado en mí mismo que en lo que estaba pasando afuera: descubrí que podría hacer esto de viajar montando mi bicicleta toda mi vida. Legué tan pero tan rápido que hice una parada en Tarragona, una ciudad hermosísima que tiene una relación estrechísima con el mar: las casas, las vistas, la comida, todo es el mar. La cuestión es que llegué a Vila-Seca, otra pequeñísima ciudad donde me recibió Betty con su hija.

Estoy sorprendidísimo de lo hospitalidad del pueblo catalán. Y digo catalán porque quiero hacer la diferencia con el resto de España, ya que los desconozco. Mi imagen personal de Catalunya (en catalán no es Cataluña, es Catalunya) era de aquel grupo de gente con dinero que quiere desprenderse del resto de España pues no quieren que su dinero fluya a los pobres. No sé qué tan real es todo esto, aún debo recorre un poco más estos caminos, pero lo que sí se es que son muy curiosos, tremendamente hospitalarios y no puedo describir el nivel de generosidad con el que me han tratado. Y cuando hablo de generosidad hablo de que me ofrecieron cuanta comida me he podido comer y debo agregar que la comida catalana es algo que no se puede despreciar. Todo es una delicia, desde las simples olivas que te regalan cuando te tomas una cerveza hasta los langostinos que se sirven sobre pasta frita y cocinada en caldo de pescado a modo de rissotto. Betty es exactamente ese tipo de persona. Además de comida (algo que realmente no te viene mal si te dejaste el pellejo pedaleando) nos cansamos de charlar de todo, pero de todo, al mejor estilo argentino cuando charlas hasta por los codos con un amigo con el que te tienes que poner al día.

3 de Mayo. El hombre que juega desnudo.

El tercer día era el desafío más grande, no por la distancia, sino porque no tenía ni idea dónde iba a pasar la noche. Sé que suena un poco pretencioso, como si yo fuese un pibe de esos que quiere tener todo organizado en cada uno de sus viajes, pero dejadme decir que en bicicleta todo es muy diferente: primero, no sabía en qué pueblo iba a parar. Mi objetivo era Ulldecona, a cien kilómetros de donde estaba (Vila-Seca), y la verdad es que no me daba el cuero para pedalear cien kilómetros. Segundo, cuando vas en bicicleta, conseguir hospedaje no es como cuando vas a pie: además de que no quiero pagar venticinto euros la noche en un lugar donde voy a dormir muy mal rodeado de rubios borrachos que no hablan una jota de castellano, al llegar a un hostel siempre te miran como diciendo “¿Y qué carajo piensas hacer con esa bicicleta?”. Tercero, no tenía ni idea de la ruta a seguir. Eso es lo más grave. Equivocarte por diez kilómetros en auto no es nada, son diez minutos más, das media vuelta y listo. En bicicleta diez kilómetros con treinta kilos de equipaje son unos cuarenta minutos de pedaleo, quinientas calorías de comida y un litro de agua que te tienes que volver a comer o tomar. Es mucho, Por eso decidí una cosa: planifiqué una hipotética ruta de cien kilómetros hasta mi objetivo y detenerme donde llegue. Aguantar hasta que aguante y listo, de esa forma empecé ese día.

Fue un día difícil pero muy hermoso. Mientras viajaba me imaginaba una hipotética charla que tendría con mi hermano, José, donde le contaba las conclusiones de mi travesía: lo principal, es que en largas distancias y viajando con tu casa en la espalda como un caracol, lo más importante es la técnica. Comida con muchas calorías de fácil digestión, chocolates, frutas secas, pasas de uvas, nueces, banana para evitar la fatiga, naranjas, peras y esas cosas dulces para el azúcar, cada hora y media algo de pan para llenar la panza y que el cuerpo sienta saciedad. Mucha agua, mucha. Un litro cada ocho o diez kilómetros. Frenar despacio para no destruir los frenos, usar los cambios para alcanzar velocidad sin apuro y no fatigar las piernas, usar el peso del cuerpo para maniobrar la bicicleta pues el peso no te deja doblar normalmente, y bla bla bla. Más y más cosas que fui concluyendo a medida que me equivocaba. Me gustaría contarle que todo lo que aprendimos sobre andar en bicicletas en toda nuestra vida, sirve: desde arreglar una rueda pinchada o andar sin las manos en el manillar hasta la subida a Villa Nougues que hacía con mis amigos los fines de semana, todo eso y mucho más. Puh, como me gustaría charlar de todo eso con José. Pienso que lo extraño.

Voy a contar una simple anécdota, de la que no tengo fotos por razones que van a comprender en cuanto lean lo que sigue. Esta vez los primeros veinte kilómetros fueron a escasos metros junto a la playa (desde VilaSeca hasta Minou), por una bici-senda con palmeras a cada lado, veredas amplísimas y todo perfectamente señalizado. Daba gusto, tanto que ni siquiera tuve que escuchar música con MP3 pues el sonido de las olas rompiendo contra la playa era demasiado hermoso como para arruinarlo con burdas notas de guitarra. Prácticamente al final de ese recorrido y justito antes de tomar la ruta que me llevaba tierra adentro, llegué a una playa bastante fea, descuidada por las plantas y bastante rocosa. Estaba completamente vacía, o casi vacía. Había una sola persona. Era un hombre, de unos cuarenta años, muy flaquito y alto que estaba jugando en la arena. Completamente desnudo. El hombre estaba armando un desprolijo castillo de arena con una dedicación exquisita ¿Quién habrá sido tipo? No era un loquito vagabundo, cerca había una bicicleta de carretera espectacular estacionada con ropa impecable. El hombre iba al agua, jugaba un poco, juntaba un poco de arena húmeda y volvía corriendo al castillo para agregar una torre, una habitación, una mazmorra más. Poco a poco su fortaleza iba tomando volumen y forma: daba envidia. Hace mucho que no veo un hombre como aquél: sencillo, tranquilo y jugando como un niño. Si se escribiese un libro sobre el principito siendo adulto, estoy seguro que sería como ese tipo.

“No tengo más nada que hacer acá” pensé luego de diez o quince minutos que me quedé en la playa sin que el hombre se preocupe de lo más mínimo por mi presencia, así que me comí las últimas pasas de uva que me quedaban en el bolsillo con un trago de agua, tomé la bici y me entrañé tierra adentro. A la montaña.

Esto es en algún lugar entre Masia Blanca y Vilaseca, en las montañas, 

Fueron casi treinta kilómetros montaña arriba, con un desnivel no muy alto, pero constante.  Tal vez vengo explicando las cosas un poco desordenadas, pero es aquí donde comenzó aquella etapa bastante técnica que comenté antes. Hice prácticamente un poco de lo mismo que hice los dos días anteriores pero ahora sabiendo lo que tengo que hacer. Con la cabeza fría y todo lo necesario, tuve todo a mi disposición para ver una película que pasaba en frente a mis ojos. Lo disfruté todo sin pensar en lo duro que era el ejercicio. Les muestro una foto que saqué a la bici en la montaña, no tanto por la hermosura del paisaje, sino porque contrasta maravillosamente con la que mostré antes de la playa: en esto de viajar con la bici se ven cosas increíbles.

El cielo, el mar de arriba. Lo que se ve entre la carretera y el cielo es el Mediterráneo. 

Esta parte del viaje fue, para ponerle un adjetivo, compleja. La primera parte en carretera, con inclinación pero realizable. Los últimos diez kilómetros fueron en camino de ripio, siguiendo el cauce de un río seco, subiendo y bajando pequeños montes con pendientes de más del diez por ciento, lo que es muchísimo. Esta parte la sufrí, aunque con la cabeza fría lo pude hacer sin mayores problemas aunque terminé cansadísimo, tanto que ni me preocupé de sacar ni una foto, simplemente frenar y dejar la bicicleta estacionada era muy complicado pues volver a levantarla y salir era dificilísimo por la pendiente y el camino pedregoso. Ya cuando casi llevaba sesenta kilómetros recorridos (con lo cual rompí absolutamente un record personal de ciento setenta kilómetros en tres días) me detuve para hacer la parada técnica larga que hacía cada tanto para comer algo más grande, recuperar fuerzas, mear, acomodar la bici y ver si consigo agua, creo que fue en una ciudad llamada L´Amposta, pero no me acuerdo bien. Tenía ganas de ir hasta Tortosa, una ciudad un poquito al norte, pero me quedaba bastante más lejos, por lo que decido hacer un par de kilómetros más hasta una ciudad llamada L´Aldea para tomar un tren que me lleve hasta Tortosa y dormir allí, para salir el próximo día desde allí pedaleando los últimos kilómetros que me quedaban hasta mi destino final, Ulldecona. En eso que saco el móvil para ver si podía conseguir algo en Coucherfing veo que Grytjse me estaba escribiendo y que estaba pasando con el tren exactamente por el mismo lugar donde estaba yo. La cuestión es que nos íbamos a encontrar en Ulldecona al día siguiente, ella llegando en tren y yo en bicicleta, como todo un héroe que recorre todo el continente en su blanco corcel para reunirse con su doncella que salta a sus brazos en el momento del encuentro (dejadme exagerar un poco). Entre que nos mandamos unos mensajes nos damos cuenta que los dos estábamos yendo a la misma ciudad, L´Aldea, ella para tomar el tren a Ulldecona y yo para ir a Tortosa. Mensaje va, mensaje viene, y cuando nos dimos cuenta nos encontramos en L´Aldea de PURA CASUALIDAD. Y bueno, cancelé todo eso de viajar para Tortosa y me fui con ella para Ulldecona, llegando un día antes de lo que pensaba. Nada mal, total hacía frío y la idea de pegarme una buena ducha, comer algo caliente y dormir haciendo cucharita no era nada mala. 

Toda esa historia terminó en que el tercer día hice unos asombrosos setenta y cinco kilómetros con la bici cargada. Me sentí orgulloso, sano y todopoderoso: recordé viejas enfermedades, viejas frustraciones y aquellos sueños que tenía de niño de viajar por países extraños conociendo gente rara y comiendo cosas fabulosas. Me sentí conectado con el alguien que estaba siendo en ese momento, el alguien que fui y con alguien en quien me estoy convirtiendo, un poquito porque estoy animándome a cosas que me daban terror y otro poquito por ese sentimiento interno de deberle tanto  pero tanto a la vida que a veces me saltan unas lágrimas de felicidad en el momento menos pensado.

Este texto lo comencé un par de días después de haber llegado a Ulldecona con Grytsje. Estoy en la casa de Magda y Juanma, una pareja increíble con tantas cosas vividas que ni puedo enumerarlas. Estoy en su casa, Moli del Cilindro, que ellos prácticamente han construido con sus propias manos durante los últimos veinte años. Aquel día que comencé a escribir lo hacía en una galería hermosa y soleada desde donde se pueden ver árboles frutales, olivos, ocas, un laguito donde se procesan aguas servidas llenas de ranas saltarinas, nenúfares y pajaritos sedientos. Estoy muy lejos de casa, pero siempre que estoy escribiendo o quiero relajarme o dormir, pongo un audio de Alejandro Dolina hablando sobre historia o filosofía. Esta vez estoy escuchando, un audio muy lindo donde habla de la historia de los Etruscos, un pueblo originario de lo que ahora es La Toscana italiana pero que fueron desaparecidos por los romanos, historia que desconocía completamente pero que me fascinó. En unas de todas las cosas que dice, menciona que alguien escribió un poema donde habla de “los patos salvajes y los gansos migratorios” y como broma Dolina dice que ese es un nombre ideal para una banda de Rock, lo que hace detenerme de escribir, y me lleva a pensar en los títulos incoherentes de cuentos absurdos y en lo fantástica (o totalmente desastrosa) que puede llegar a ser la vida.

Moli del Cilindro, Todo valió la pena. Ulldecona. 



5 comentarios:

  1. ¡Qué linda experiencia!.... y si, soltar es todo un aprendizaje en el que algunos andamos. Brindo por que pedalees por muchos más lugares maravillosos y por que la vida nos vuelva a cruzar ¡mate por medio!
    ¡A seguir volando! un abrazo grande.

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  2. Ya que andas por esos rumbos... el camino de Santiago te daría un papel muy lindo para enmarcar ;)

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  3. Muralla, leí por ahí que las únicas cadenas que te dan libertad son las de tu bicicleta... Creo que lo estas experimentando. Algún día volveremos a encontrarnos sobre las dos ruedas para generar anécdotas. Un gran abrazo.

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  4. hermoso, pero las lagrimas me hacen que dificulte la lectura, te quiero , te extraño

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