Unas semanas atrás una amiga de mi hermano (Ximena, o Jimena, o Gimena, quien sabe) contó que su madre cada vez que viaja al exterior regala libros con fotografías de Argentina, con el doble propósito de no llegar con las manos vacías y de que el receptor de dicho regalo pueda conocer un poquito más de nuestra cultura. Así es que le copié la idea sin culpa, como quien baja el último capítulo de su serie favorita sin pedir permiso a nadie. Ya lo sé, esta historia transcurre lentamente. El 26 de agosto del 2015 tomé el avión desde Buenos Aires a Frankfurt. Como siempre que uno toma un avión internacional, llegué al aeropuerto varias horas antes, lo que aproveché para ir a una de esas librerías que te venden desde historietas de condoritos, hasta las obras completas de Borges, donde encontré varios libritos de fotografías de los diversos paisajes de la patagonia, de la pampa y del norte argentino. Muy lindos y a buen precio.
El vuelo a Alemania sucedió sin demasiada trascendencia, lo mismo que la primera semana que pasé en Bochum: lo más interesante es que aprendí a usar la máquina que te vende los boletos para el tren y ubiqué los supermercados donde comprar comida, papel higiénico y vino: las herramientas básicas del inmigrante solitario. Puedo dar fe en que la tristeza te pone más sensible: por un lado te hace llorar por cualquier cosa, y por otro te abre los ojos para observar detalles a los que antes no prestabas atención aunque te sean señalados con carteles luminosos. Esa mañana del primero de septiembre, cuando desayunaba en el bar paqueto de la universidad, mientras hacía tiempo para reunirme con mi director de India, me puse a ojear uno de los libritos de fotos que había comprado en el aeropuerto internacional de Buenos Aires para no llegar con las manos vacías. Lo que vi fue hermoso: cientos de fotos coloridas de muchísimos lugares que conocía de mi país. Nunca había estado tan lejos de esos lugares como en aquel momento, y eso me puso triste. Me predispuso a una sensibilidad muy especial a todo lo que pasaba alrededor mío: el café olía más fuerte, el salmón estaba más rosado, el sol brillaba más fuerte, la gente lucía más feliz. De un solo saque me sentí en una islita de sentimientos, nadie en este planeta podría entender lo que sucedía en mi interior. Fue en ese preciso instante cuando vi una foto que me pegó una trompada en el corazón. Apaisada, ocupaba dos páginas, como si el fotógrafo quisiera resaltarla entre muchas otras. En el horizonte próximo se veía una infinita pradera verde que se complementa con un cielo azul como el zafiro, manchado de unas pesadas nubes de algodón. A la derecha, un eucalipto milenario completamente muerto: habrá contado innumerables historias en siglos pasados. A la izquierda, una casita más vieja aún. En un primer momento no supe que estaba viendo, pero la imagen me mantenía hipnotizado. Instantáneamente la razón me abordó: ¿Cuál era la posibilidad de que yo conociese esa foto, tomada de entre miles de paisajes de Argentina infinita, por un fotógrafo francés que no conocía nada de mi historia? Mis sentimientos respondieron esa pregunta sin tanta alharaca. Esa casita pequeña y destruida es una vieja escuela, en un pueblito diminuto de Santiago del Estero. Ese pueblito se llama Argentina (sí, igual que el país: sí, ya lo sé, es confuso) y esa escuelita fue donde mi papá hizo la primaria, cincuenta mil años atrás.
La verdad es que no se como seguir esta entrada. La estoy escribiendo hace casi un año, tengo como tres o cuatro borradores. Siempre llego hasta acá con una sintaxis más o menos aceptable, pero desde ahora todo se derrumba cuesta abajo. No se como proseguir. No se como contar la historia que transcurre cuando le cuento todo esto a mi padre, no puedo describir con palabras dignas la emoción con la que me respondió cuando le envié la foto que adjunto. No se como contar la importancia que tiene este lugar para mí, fuera de que es importante para mi papá. No sé, no sé y no sé. Una vez la escribí con cierto detalle y se la mandé a Casciari, pues en la radio dijeron que estaban buscando historias raras para escribir cuentos y me pareció que la mía podría ser interesante. Por supuesto, no he tenido respuesta. Me imagino que habrán recibido cientos de historias interesantes.
Lo único que me queda por pensar es que no puedo terminar de escribir esta entrada por el único motivo de que el círculo de esta historia todavía no se ha cerrado, lo que lo hace aún más interesante y misterioso, ya que, algo que me gusta aún más que encontrar conexiones e historias que se cierran en círculos es descubrir que soy parte de una historia circular que aún no se ha cerrado.
Esta es la foto. Si querés ver donde realmente está esta escuelita, buscalo en el google maps en esta ubicación (-29.537202, -62.268400), para ver que se encuentra en el culo del mundo. Libro: "Argentina tierra de contrastes". Autor: Florian Von Der Fecht |
PD: el libro donde enconré la foto es el siguiente: Argentina, tierra de contrastes.
Que linda historia Pablín. Me hiciste emocionar.
ResponderEliminarGracias Chichila :) era la idea ;)
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