jueves, 19 de enero de 2017

El viejo sueño de volar. Parte 1

De fondo suena divididos, mi banda argentina favorita. Ese fin de semana tocaban en un recital en la pequeña ciudad de Montes, de donde originariamente son mis abuelos. Para ir a ver el concierto y de paso visitarlos, es que ese fin de semana estaba con ellos. Mi abuela Carmen estaba preparando unos mates hervidos y con mucha azúcar, mi abuelo Miro se estaba levantando de la siesta para tomar el té con leche que mi abuela le preparaba todos los días a las cinco de la tarde. Yo estaba sentado en mi lugar favorito de la pequeña cocina de la casa de mis abuelos: la silla de madera junto a la mesita que está cerca del dormitorio. La casa era muy pequeña, apenas una cocina diminuta, un comedor un poco más grande y dos dormitorios para dos personas cada uno. En esa parte de Argentina no había ni electricidad ni agua potable ni gas, todo se hacía a la vieja usanza: el baño se encontraba bastante alejado de la casa para evitar malos olores, el agua se juntaba con aljibes luego de las escasas lluvias y la cocina funcionaba a gas con garrafa. Sin embargo, los recuerdos más hermosos de mi vida vienen de esa pequeña casita, aquellos que se pegan a la memoria y que nunca se van, aquellos que uno extraña el resto de su vida, anhelando la niñez que de pronto un día se fue sin avisar para que lleguen las obligaciones laborales. Sabía que todo eso era imposible, mis abuelos habían muerto hace muchos años, la casa había sido destruida y divididos nunca tocaría en ese pequeño pueblito de no más de cien personas. "No puede ser otra cosa, estoy soñando" pensé cuando vi a mi abuelo llegar a la cocina.

Tengo esa habilidad, la de ser consciente de mis sueños. La primera vez que me sucedió era muy chico, tal vez unos siete u ocho años. Estaba en una infinita pradera verde, perfecta, preciosa, imposible. La dura realidad de vivir en un país en crisis donde se sufren infinitas necesidades te enseña a diferenciar lo posible de lo imposible con toda facilidad y eso que estaba viviendo era definitivamente imposible. No podía estar en un lugar tan bello y perfecto, una llanura tan verde e infinita con todos mis amigos jugando completamente felices. Nadie podía ser tan feliz en este mundo. "Tal vez estoy en un sueño" pensé aquella vez, al mismo tiempo que mis amigos empezaron a volar como suaves hojitas que son elevadas por el viento con la mayor armonía y sin el menor esfuerzo. "Si estoy en un sueño, quiero volar". Y volé. 

Me acerqué a mi abuelo Miro y le dí el más fuerte de los abrazos. Ahora que estaba en un sueño consciente podía hacer todo lo que quisiera: podría volar, conducir el más rápido de los autos, seducir a la más hermosa de las mujeres, pero pocas veces soñaba con mis abuelos: no podía perder esa oportunidad. Tomé las manos de mi abuelo Miro, quien llevaba más años muerto y las besé. Sentí su piel áspera, dura y arrugada, testigo de muchísimos años de trabajar la tierra, cuidar el ganado, arreglar la maquinaria. Siempre llevaba unas camisas celestes, grises o blancas, horribles, que ponía dentro de sus pantalones marrones que ajustaba con un cinto por arriba de su pequeña barriga. No había en todo el mundo hombre más sabio, impresentable y dulce. Observé los ojos de mi abuelo: tenía una mirada característica: sonreía a medias, encorvaba la cabeza y juntaba las manos a la espalda. "te extraño, abuelo". Las palabras salieron de mi boca con un suave susurro. Por momentos me sentí un niño de poquísimos años. Alguien toca la puerta de madera. Me doy vuelta despacio y camino en cámara lenta los dos metros que me separan de la entrada. Mi abuela Carmen siempre dejaba las llaves puestas en la cerradura y una bolsa de plástico azul detrás de la puerta donde guardaba el pan. Al abrir la puerta siento el mismo sonido que escuché millones de veces: el rechinar de las bisagras oxidadas, la bolsa de pan chocar con la puerta, las llaves moviéndose a un ritmo frenético. 

Del otro lado estaba una muchacha hermosa cuyos ojos negros como la noche más oscura se clavaron en mis ojos. No nos dijimos nada. Nos mirábamos estudiándonos, conociéndonos, presentándonos, midiéndonos. En la vida real sólo pasaron algunos segundos, pero en el sueño fueron horas, días, años. No había necesidad de hacer otra cosa más que mirarnos. Hubo una conexión especial. Ella se dejaba conocer y yo me hacía conocedor. Yo me presentaba y ella comprendía mi historia. Todo sucedía con esa mirada profunda y comunicativa, sin necesidad de sonidos, hasta que veo que su boca suave comienza a moverse con la misma dulzura que sus ojos me miraban: 

-Hola Pablo. Me dijo ella suavemente con su boca infinita. 

De golpe sentí que una fuerza imparable me empujaba a un abismo, haciéndome saltar de la cama. Era la alarma que empezaba a sonar a las ocho de la mañana, como cada día. "Mierda, era todo un sueño" pensé un poco triste. Necesito unos minutos para recordar donde estaba. Sí, estaba soñando. Sí, estaba en Alemania, Sí, en Bochum. Sí, tengo que levantarme para ir a trabajar al laboratorio. No, nadie va a entender lo que acabo de soñar. "Debería haberme quedado un rato más con mis abuelos y no tanto con la chica de ojos negros". La mañana transcurrió lenta, como todas las mañanas que me despierto de un sueño consciente. Me levanto de la cama y le escribo a José, mi hermano que aún vive en Argentina: "hoy soñé con los abuelos". Sabía que por la diferencia horario José no leería el mensaje hasta el mediodía, así que no esperé una respuesta. Me ducho muy rápidamente y tomo un poco de café que la cafetera empezaba a preparar automáticamente a las ocho de la mañana. Estaba muy amargo, fuerte, feo. "Mierda, hoy va a ser un día largo". Camino dos cuadras hasta la estación de tren, llegué unos minutos antes que el tren que me deja a horario en el laboratorio. Me senté en el último asiento del primer vagón frente a la puerta, como siempre. El día estaba lindo, diáfano, claro y frío. El invierno alemán sabe cobrarse la soledad de las personas en trenes silenciosos. 

En cada una de las paradas el tren recogía las mismas caras cada mañana: en la primera, la señora de rulos rubios, medio petisa, de anteojos graciosos. En la segunda, el chico negro que parecía deportista con su hermano. El viaje en tren cada mañana era igual: parecía una coreografía sincronizada en la que cada uno tenía un rol que cumplir día a día en su momento justo. Nadie faltaba, todos asistían sin falta y sin hablar a la película de cada mañana que se re-escribía una y otra vez. "Que rutina de mierda" pensé como seguramente todos en el tren lo pensaban. A medida que nos acercábamos a la cuarta estación, el tren parecía ir más lento. No, el tren no, el tiempo parecía ir más lento. La señora rubia se movía como en cámara lenta, el chico negro tecleaba cosas en el celular con la lentitud de una babosa, el guarda que revisaba los boletos caminaba y hablaba con una pasividad que nunca he visto en un chancho. 

Cuando nos detenemos y la puerta que tengo en frente se abre, también en cámara lenta, finalmente la veo: en el andén, subiéndose al tren mientras me clavaba los ojos negros como el grafito, la chica que había soñado la noche anterior y que sentía que conocía desde el origen de los tiempos. El único paso necesario para dejar el andén le tomó horas, siempre sin dejar de mirarme, cuando escuché decir de su boca preparada desde siempre para expresar la más hermosas de las palabras:

-Hola Pablo. Soy Lucía, anoche me has soñado.







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